Comentario
La Carta de 1931 no recogía la existencia de un Poder Judicial unitario suficientemente articulado, sino de diversos órganos jurisdiccionales a los que, eso sí, se quiso dotar de una gran independencia frente a otras instituciones. El Título VII fijaba las competencias de estos órganos bajo el impreciso epígrafe Justicia. En conjunto, el sistema judicial republicano recogía gran parte de la herencia de la Monarquía, pero bajo unos principios más modernos y democráticos. Se establecía la unidad jurisdiccional y de fuero, suprimiendo la jurisdicción castrense, excepto en tiempo de guerra, y los tribunales de honor civiles y militares; se garantizaba la independencia e inamovilidad de los jueces, así como la exigencia de responsabilidades civiles o criminales derivadas del ejercicio de su cargo y se instituía el Jurado como representación popular en la Administración de Justicia, principio este último que establecía el artículo 103, pero que no se llevó a la práctica. Los procedimientos judiciales debían ser gratuitos para los económicamente necesitados.
En la cúspide de la organización judicial se situaba el Tribunal Supremo, cuyo presidente era designado por un plazo de diez años por el presidente de la República a propuesta de una Asamblea integrada por parlamentarios y representantes de la judicatura y de la abogacía. Por debajo del Supremo, en progresión territorial, se situaban las restantes instancias judiciales. La Constitución recogía asimismo la figura del Ministerio Fiscal como cuerpo único funcionarial encargado de velar por el exacto cumplimiento de las leyes y por el interés social, y a cuyo frente se encontraba el fiscal de la República. Finalmente, la concesión de amnistías e indultos era potestad de las Cortes y de la Presidencia de la República, respectivamente.